Roma es un homenaje hermoso a la opresión doméstica

La perturbadora elegancia del blanco y negro

From left to right: Marco Graf as Pepe, Daniela Demesa as Sofi, Yalitza Aparicio as Cleo, Marina De Tavira as Sofía, Diego Cortina Autrey as Toño, and Carlos Peralta Jacobson as Paco in "Roma," written and directed by Alfonso Cuarón. (Carlos Somonte via Netflix)
From left to right: Marco Graf as Pepe, Daniela Demesa as Sofi, Yalitza Aparicio as Cleo, Marina De Tavira as Sofía, Diego Cortina Autrey as Toño, and Carlos Peralta Jacobson as Paco in "Roma," written and directed by Alfonso Cuarón. (Carlos Somonte via Netflix)
From left to right: Marco Graf as Pepe, Daniela Demesa as Sofi, Yalitza Aparicio as Cleo, Marina De Tavira as Sofía, Diego Cortina Autrey as Toño, and Carlos Peralta Jacobson as Paco in "Roma," written and directed by Alfonso Cuarón. (Carlos Somonte via Netflix)

Cuando era un niño de unos 3 o 4 años en Lima, Perú, mi perro, un pequeño cocker spaniel blanco con vetas naranjas llamado Puchi, murió. Recuerdo haber vuelto de la guardería de la mano de la niñera, Feli, y descubrir que el perro no estaba por ningún lado.

Cuando era un niño de unos 3 o 4 años en Lima, Perú, mi perro, un pequeño cocker spaniel blanco con vetas naranjas llamado Puchi, murió. Recuerdo haber vuelto de la guardería de la mano de la niñera, Feli, y descubrir que el perro no estaba por ningún lado.

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Mi madre fue la encargada de decirme lo que había ocurrido con Puchi. Nos sentáramos los tres en la cocina. “La madre de Puchi vino a recogerlo. Viven ahora en una casa en el campo, junto a los hermanos de Puchi”, me dijo. Si bien yo estaba terriblemente triste—ese perrito era todo mi mundo. Pero la historia y la lógica de mi madre fueron convincentes: “¿No crees que Puchi también merece vivir con su familia?” Recuerdo que lloré mucho, pero en cierta medida las imágenes de Puchi corriendo y jugando con sus hermanos que mi madre pintaba me consolaron. Pregunté alguna vez por qué no podíamos ir a visitar a Puchi y su familia, pero no tardé mucho en olvidarme de él.

Algunos meses después, también Feli se marchó. No recuerdo el día exacto, tengo tan solo un vago recuerdo de la despedida y las lágrimas que todos vertimos. Recuerdo también que cada vez que pregunté a mi madre por qué Feli se había ido, me dijo que su mamá y sus hermanos la necesitaban de vuelta en el pequeño pueblo de los Andes donde vivían. Como Puchi, pensé. Como Puchi, Feli no tenía apellido o, al menos, ninguno que yo supiera. No hace mucho le pregunté a mi madre al respecto, y ella tampoco podía recordarlo. Me acuerdo sí que Feli me dijo que podía ir a visitarla cuando quisiera. Mi madre prometió que lo haríamos. Por supuesto, eso nunca ocurrió.

Como muchos latinoamericanos de clase media crecí en una casa donde una joven llegada del interior del país cuidaba de los niños, cocinaba, y limpiaba a diario. Las empleadas o muchachas, como habitualmente se les llama, trabajan sin contrato durante horas increíblemente largas, y no cuentan con planes de pensión ni seguro de salud. Muchas de ellas empiezan a trabajar como “muchachas cama adentro” cuando son aún menores de edad. Tienen salarios ridículamente bajos—el 78 por ciento de las empleadas peruanas ganan menos del sueldo mínimo—y a menudo son víctimas de violencia doméstica y abuso. Un informe de 2007 realizado por el Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social peruano reveló que el 54 por ciento de las empleadas de hogar habían sufrido abuso psicológico y el 11 por ciento abuso físico a manos de sus empleadores. Aun así, cuando los latinoamericanos tenemos que confrontarnos ante este régimen equiparable a la esclavitud, todavía habitual en pleno 2019, la mayoría se excusa con una frase hueca y autocomplaciente como “pero si es como si fuera de la familia” o “no tendría un trabajo en su tierra”.

Esas condiciones laborales son muy similares en toda la región. He podido presenciarlo una y otra vez en América Latina: las necesidades insatisfechas de una clase sirviente con menos derechos que sus patrones y confinada a perpetuidad a trabajos primarios.

Es por eso que Roma, la bellísima película de época de Alfonso Cuarón sobre su infancia, es un artefacto cultural tan conflictivo de cara a la audiencia latinoamericana. El film—donde el director mexicano rinde homenaje a Libo (Cleo en la ficción), la niñera o muchacha que cuidó de él y sus hermanos cuando eran niños—puede que gane un Oscar este fin de semana, pero la discusión no debe ser silenciada por los premios; la victoria no debe dar alas a la complacencia tampoco.

Al día siguiente de que la película de Cuarón fuera estrenada en Netflix, un usuario de Twitter llamado @iluhesan posteó un tuit en el que decía: “No van a entender Roma si nacieron fuera de la CDMX [Ciudad de México]”. El tuit se hizo rápidamente viral, acumuló retuits y likes, y derivaciones según crecía su audiencia. Los medios mexicanos lo recogieron y reprodujeron algunas de las miles de las respuestas irónicas, algunas crueles, otras menos hirientes, que recibió. “No van a entender Black Panther si nacieron fuera de Wakanda”, decía una de las más populares. Bromas aparte, sí hay algo diferente a la hora de ver Roma cuando uno es mexicano o latinoamericano. Algo profundamente perturbador, que hace imposible—al menos en mi caso—sumergirse inocentemente en la belleza blanco y negro de sus imágenes y los prodigiosos trávelins que persiguen a Cleo mientras corre por las calles de la Ciudad de México. La historia de la niñera de Cuarón se encuentra atrapada en el recuerdo idílico del cineasta, una mirada infantiloide, como si tantos años después el Cuarón adulto no hubiese aprendido nada sobre la realidad de Libo (Cleo) ni hubiera ampliado su mirada y comprensión para entender que la vulnerabilidad de ella era el precio a pagar por su seguridad infantil.

La escritora colombiana Margarita García Robayo lo resumió bien en un post de Facebook:

“La incomodidad, entonces, tiene que ver con preguntarme por qué en el relato de Roma lo que manda es la ternura con la que se cuenta una historia bastante desgraciada, como quien dice: la vida es dura pero poética. Por qué no hay una postura más crítica, o sea realista, de los patrones (es decir la familia Cuarón) cuya bondad consiste en no echar a la empleada cuando se embaraza y regalarle la cunita a la criatura. … Debe ser porque Cuarón (y yo y tantos otros) viene de un entorno que ve con buen ojos esa condescendencia”.

Por supuesto, como también señala García Robayo en su post, esta no es la primera que el cine latinoamericano enfoca a la empleada o niñera como tema. Hay varios ejemplos del género—el más reciente y exitoso hasta Roma era La nana, dirigida por el cineasta chileno Sebastián Silva en 2009—todos centrados en la experiencia de la muchacha de una casa de clase media o media alta. En palabras de García Robayo: “Mucamas / niñeras a las que les suelen pasar cosas terribles en la cara de uno, y a las que se les pasa la vida también en la cara de uno, pero en general a uno no se le mueve un pelo por eso. Estas mujeres son apéndices eternos de la familia, y son mudas y, en los relatos, suelen ser cortas pero buenas o, cuando menos, inocentes”.

Roma, si uno mira con atención, no hace nada por encarar ese tópico. Solo lo viste con prendas más elegantes, las apropiadas para una ceremonia del Oscar, donde con mucha seguridad la película de Cuarón se llevará la estatuilla de alguna de las diez categorías en que se encuentra nominada. Entre otras, mejor película, mejor director, mejor actriz, mejor actriz de reparto, y mejor guión original.

Tuve que ver Roma tres veces para finalmente entender cómo es que una película tan hermosa, que estéticamente me recuerda a algunas de mis cintas favoritas de Ingmar Bergman, cuyos personajes son tratados con tanto amor y cuidado, donde casi cada escena ha sido perfectamente coreografiada, podía ser a la vez tan ciega y autocomplaciente. La clave, me di cuenta, se encuentra en la fotografía en blanco y negro, que eleva y aleja el filme de su contexto socioeconómico. Esa distancia permite que disculpemos al director, y a nosotros mismos, el pasar por alto ese eterno ciclo de opresión de una clase social a otra.

Roma, ambientada a principios de los años 1970, es por supuesto una exploración de los recuerdos de Cuarón y, al mismo tiempo, del pasado mexicano y latinoamericano, lo que se ve enfatizado por los claroscuros de su paleta de colores cinematográfica. Cuarón reproduce meticulosamente la época. La recreación de la masacre de El Halconazo, cuando 120 estudiantes fueron asesinados en plena Ciudad de México en 1971, es quizá la mejor secuencia de violencia dirigida por un cineasta latinoamericano. La obsesión con que Cuarón reprodujo la casa de su infancia ha sido documentada hasta el hartazgo. Entonces, ¿si se trata de una película de época escrita casi por completo en base a los recuerdos del director, cuál es el problema? El problema es que el blanco y negro nos invita meramente a contemplar, no a criticar. Se nos pide que admiremos lo que vemos en la pantalla y dejemos los cuestionamientos de lado.

Tomemos por ejemplo una de las escenas más emocionantes, que termina siendo deliberadamente hermosa en lugar de crítica gracias a la exquisitez de las imágenes en blanco y negro. Luego del violento episodio de El Halconazo, Cleo, embarazada de varios meses, rompe aguas y tiene que ser llevada al hospital. Ahí, Teresa, la abuela de la familia empleadora, debe completar los datos de la paciente.

“¿Cuál es su nombre completo?” pregunta la enfermera.

“Cleodegaria Gutiérrez”, responde Teresa, visiblemente alterada.

“Ok, ¿Gutiérrez qué?”

“No lo sé”.

“¿Cuántos años tiene?”

“No lo sé”.

“¿Recuerda su fecha de cumpleaños?”

“No”.

“¿Qué parentesco tiene con la paciente?”

“Soy su patrona”.

“Última pregunta. ¿Sabe usted si su paciente es derechohabiente? [si tiene seguro de salud)”

Aquí la cámara salta a Cleo y los doctores que la conducen al cuarto de parto. No vemos ni escuchamos la respuesta que da Teresa a la última pregunta de la enfermera, pero sabemos cuál es.

El problema es que, a diferencia de lo que ocurre con los recuerdos de Cuarón, el mundo que describe, el mundo que la protagonista de Roma habita, no es una preciosa pieza de época pintada en blanco y negro. El mundo que Cuarón describe, donde una joven se ve obligada a vivir en la casa de sus patrones y nunca ve a su propia familia, donde tiene que trabajar hasta altas horas de la noche a los pocos días de haber perdido a su bebé, donde no cuenta con un contrato escrito, ni mucho menos seguro médico, no pertenece al pasado mexicano o latinoamericano en absoluto. Es más bien el día a día de miles de muchachas en toda la región, una realidad que la elegante fotografía en blanco y negro de Cuarón consigue oscurecer.

 

Diego Salazar (Lima, 1981) is a journalist based in Mexico City. He is the author of No hemos entendido nada (Debate, Penguin Random House, 2018). Twitter: @disalch

Tag: Mexico

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